Pisagua


Pisagua


Observamos, consternados,
los despojos rescatados
del desierto, en la cal amortajados,
y los cuerpos mutilados,
en grotescas formaciones, apilados,
nos devuelven la mirada, horrorizados.

Genocidas, desquiciados,
protegidos y amparados
por indultos del estiércol extractados,
ufanándose, admirados,
se pasean en tropel, despreocupados,
en ponzoñoso corral, alborozados.

En la acera, desgarrados,
sin consuelo, desplazados,
en cortejo doliente y fantasmal,
claman justicia, esperanzados,
los que han vivido y padecido, destrozados.

Como espesísimos vahos, saturados,
cual pesadilla apocalíptica, inventados,
flotan lamentos, vagando sin destino,
se van los pasos, que no vuelven, anudados,
brotan los gritos, que se ahogaron, sofocados,
hacia la fosa del martirio, pisoteados.

Huele a suplicios
la arena de Pisagua,
hieden a muerte
las piedras de Pisagua,
suena a ignominia
el aire de Pisagua.
El capullo de la sangre, deshojado,
tiñe de intenso duelo las laderas,
oscurece y entristece las maderas.
             
Los recuerdos más horrendos
se amontonan, sin remedio,
y sobrepasan las cumbres de los cerros
que rodean, orgullosos, la bahía
(aquella que un día conoció la gloria
y fue bastión de honor para la Patria entera).
Se mecen las algas, cual pálidos huesos,
arrullan la cuna coronas de espumas,
en danzas de espanto y ausencias de cantos,
inundan las sombras, suspiros y llantos.

Los que fueron, sin juicio, condenados,
humillados, azotados, despreciados,
en salvaje ritual, ametrallados,
sin piedad, como gavillas hacinados,
superando el terror de los sicarios,
vivirán para siempre, recordados.

Desciende la tarde en los acantilados,
cae el telón sobre sus mantos desplegados,
el cielo, el agua, los relieves silenciados,
enrojecen de verguenza, desolados.


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